A sus ochenta y tres años, el día de Florecita comienza a las seis de la mañana con un tinto, el primer acto de su largo ritual antes de sumergirse en los amarres de su negocio familiar. La faena no cesa hasta las ocho de la noche, el momento en que finalmente se permite el descanso.

La jornada de Florecita —ese es su nombre— comienza a las ocho en punto cuando toma el timón de su negocio. En medio de sus múltiples tareas, su mirada se vuelve quirúrgica mientras revisa sus innumerables matas y orquídeas. Manguera en mano, se dedica a nutrir la vida que, en esencia, es la suya: las flores que llevan su nombre.

Teje lazos de solidaridad sobre todo con aquellos que la sociedad ha dejado atrás. Las personas marginadas, las que han conocido el abandono y la discriminación, son las que más la echan de menos, cuando alguien se asoma a la ventana y no es ella. Aún así, cuando ellos pasan, su voz y su generosidad siguen siendo una constante, y ella siempre tiene algo que ofrecer sin pedir nada a cambio.

Sus momentos de ocio los vive a plenitud y con una serenidad profunda, una danza a su propio ritmo, un cuento que contar y una risa que abrazar. Construye cada día como si fuera el último, adhiriéndose a la máxima estoica del «memento mori»: vive hoy como si fueras a morir mañana. A pesar de los dolores de la vejez, cada segundo tiene un sentido, un propósito que encuentra en su trabajo y en sus matas alegres y vivas. Si para el escritor Mario Mendoza el sentido de la vida es escribir, para Florecita es el cuidado de sus orquídeas y la recompensa que siente cuando florecen agradecidas.

Consciente de la fragilidad de lo humano y de su propia condición, Florecita ya ha previsto su lugar en «otro nivel» en el cementerio de La Jagua. No es un acto fatalista, sino un recordatorio de que su presente es un regalo, un instante que debe vivir minuto a minuto como si fuera el último. Es, en definitiva, un ejemplo de cómo todos deberíamos vivir.

Por: Felipe Narvaez
Docente Universidad Surcolombiana

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